Desde Afuera
De un lector, Especial para La Señal
(El lector solicitó presentar este artículo anónimamente; respetamos su deseo)
Que haya múltiples actos por la conmemoración del 17 de octubre, no es extraño a nuestra historia, ya que de 1955 a la fecha, han proliferado diversas líneas, corrientes y lealtades en el seno del movimiento, que han determinado en no pocas oportunidades la dispersión de las celebraciones.
Pero que el acto central de recuerdo de nuestro natalicio se haga en el interior de un teatro, esto ya nos da serios indicios de cómo estamos los peronistas.
El 17 es una fecha muy cara para el movimiento. Porque de allí venimos y porque su significado ha trascendido largamente nuestros propios límites.
El 17 fue una movilización popular de cientos de miles de manifestantes, que protagonizaron lo que se llamó en aquellos días la “Marcha de la Verdad”.
Eran amplios sectores populares, que no respondían a ningún partido, sino a un hombre y un proyecto nacional los que irrumpieron en la vida política.
Marcharon a la Plaza reclamando la libertad de su líder. Ellos, los descamisados, desplazaron a los encamisados y se convirtieron en todo un símbolo del movimiento nacional y popular más importante de Argentina.
Desde la madrugada del 17, adelantándose al paro convocado para el 18, permanecieron hasta bien entrada la noche en la Plaza, y no se movieron hasta que Perón les habló con aquellas memorables palabras que inaugurarían la era más gloriosa del movimiento popular argentino.
Qué tenemos 64 años después?
Tenemos el acto central en el teatro Argentino de La Plata, el acto del peronismo opositor en el estadio de Obras, prolíficas solicitadas, y alguna que otra manifestación más.
Pero detengámonos en el acto del teatro.
Al teatro acceden en exclusividad y previo a una rigurosa selección casi nobiliaria, un par de millares de dirigentes-funcionarios ligados al peronismo. Ellos y sus secretarios y allegados, disfrutan del acto sentados en mullidas plateas de pana roja.
Mientras, en la calle, del otro lado de las vallas, desde afuera, con bombos y redoblantes están “los otros”. Están las sudorosas bases, los verdaderos héroes de las gestas nacionales y populares. Pero para ellos, habrá sólo algunas pantallas, para que vean lo que pasa adentro.
Esto, que se ha convertido en una lamentable costumbre, es parte de una forma de hacer política que parece ser la antítesis de la que nos rigió en la génesis y desarrollo del movimiento.
Aquellos gronchos del 45 fueron los verdaderos protagonistas, los que inquirían “Dónde está Perón”, los que exigían las cabezas de Vernengo Lima y de Ávalos, los que coreaban “Perón si, otro no”, los que no se movieron hasta que rescataron al líder.
Aquella construcción, fundada en una adhesión popular sin antecedentes a un proyecto y un hombre, se desarrolló y creció con la gente en la calle, y con el correlato de votos en las urnas.
Las movilizaciones eran Asambleas. El líder les hablaba a las masas y dialogaba con ellas. Y ellas no eran fáciles de arriar, sabían plantarse y disputar, como lo hicieron el 22 de agosto cuando la querían a Evita en la fórmula o en tantas otras oportunidades.
Hoy las movilizaciones parecen un elemento decorativo, parte del cotillón, como se suele decir.
Y duele.
Duele porque significa desprecio. Duele porque es la expresión de la forma en cómo se toman hoy las decisiones. Quienes tienen en sus manos el poder político, deciden en soledad, casi en la clandestinidad. Todos los demás, lo miran, lo miramos desde afuera. Tan desde afuera como los compañeros que engrosan las manifestaciones.
Esta manera de tomar decisiones sin respetar a equipos de trabajo, sin fomentar debates, sin abrir el juego ni siquiera a otras expresiones del mismo espacio político, contiene en su entraña un veneno mortal. Su vulnerabilidad es directamente proporcional al nivel de concentración decisional.
Va a ser difícil encontrar a quien defienda la continuidad de un proyecto en cuya construcción sólo participó mirándolo desde afuera.