Para el debate sobre el rumbo de las fuerzas populares
De lo que se trata, una vez mas, es de quebrar el bipartidismo
Por Humberto Tumini
Cuando salimos de la Dictadura, allá por 1983, las clases dominantes vernáculas, asesoradas por los EE.UU, tenían claro que debían reemplazar en los gobiernos de nuestras naciones a los militares por partidos políticos que -de una u otra manera- defendieran el mismo modelo; ese que luego se conocería como "neoliberal" y estaría reglado por el Consenso de Washington.
Los elegidos aquí, por diversas razones en las que no nos explayaremos, fueron la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista. A los primeros, los disciplinaron en los primeros dos años de Alfonsín; a los segundos, durante el primer gobierno de Menem. Con sus más y menos, ambas formaciones tradicionales de la política argentina garantizaron hasta el año 2001, cuando que se produjo su derrumbe, el modelo parido el 24 de marzo de 1976; gestionado en sus inicios por el pro hombre de la oligarquía José Alfredo Martínez de Hoz y aplicado los primeros ocho años a sangre y fuego.
Tan agresiva fue la política neoliberal que se desplegó por más de dos décadas; de tal nivel el saqueo de nuestras riquezas, la destrucción de fuerzas productivas, el cercenamiento de conquistas y derechos laborales y el aumento de la desocupación y la pobreza, que todo saltó por el aire finalmente en aquellas jornadas del 19 y 20 de diciembre. Y el váyanse todos que se extendió como mancha de aceite por la geografía nacional reflejó, en resumidas cuentas, el precio político que pagaban las dirigencias justicialista y radical por haberse prestado sumisa e interesadamente a destruir su país.
Habiendo pasado, sin embargo, largos ocho años de aquellos momentos, nuevamente, hoy, los distintos factores de poder (económico, social, político, mediático, religioso) apuestan a recomponer -mas allá de los maquillajes que les hagan- a los dos partidos tradicionales que les gerenciaron sus intereses en los años ochenta y noventa, de manera que vuelvan a hacerlo en las nuevas condiciones del país y del exterior. Como dicen los empresarios más concentrados (AEA) en su reciente informe de este mes: "En el ámbito económico creemos que, una vez superada la crisis financiera internacional, el mundo nos dará una nueva oportunidad". Para aprovecharla plenamente a favor de sus intereses deben -como en el pasado reciente- tener gobiernos que les respondan.
Terceras opciones
¿Es que acaso no hubo intentos de romper esa hegemonía de los partidos tradicionales que tanto daño le hizo al País? Claro que los hubo. En concreto, en tres oportunidades desde que recuperamos la democracia, se abrió esa puerta.
La primera vez, tímidamente, con el Partido Intransigente de Oscar Alende. Luego de una limitada pero digna elección en las presidenciales de 1983, ya en las legislativas posteriores, se paró el PI (que para ese entonces había despertado significativas expectativas en sectores juveniles y mas allá también) como tercera fuerza con un millón de votos.
Frente al desgaste que tuvo a partir de allí el gobierno alfonsinista, las condiciones para irrumpir como opción política popular eran inmejorables. Sin embargo, la conducción Intransigente, cuyo origen y debilidad era la política tradicional, no tuvo esa voluntad y buscó aliarse con el justicialismo. Lo materializó ya con Menem de candidato y allí terminó esa experiencia.
La segunda oportunidad vino en los 90, de la mano del Frente Grande, devenido luego en Frepaso. Aprovechando, ellos sí, el derrumbe de la UCR, se ubicaron ya en 1995 como la principal oposición al menemismo, algo que ratificaron -llevando de aliados a los radicales, pero tras de sí- en las legislativas de 1997.
A partir de allí tenían el gobierno al alcance de la mano. Pero una vez más predominaron las debilidades ideológicas a la hora de las definiciones, y les aceptaron a sus socios una interna -que estos a todas luces definirían a su favor con el aparato partidario- para determinar quién sería el próximo presidente. Allí comenzaron a declinar sus posibilidades de derrotar al bipartidismo. De la Rúa llegó enancado en ellos a la Rosada, y ya sabemos el final de la historia.
En este nuevo siglo se produjo el tercer intento. El más vigoroso. Sobre las ruinas del sistema político manejado por los partidos tradicionales, llegó Néstor Kirchner al gobierno. Si bien lo hizo de la mano de una fracción justicialista dirigida por Eduardo Duhalde, desde el comienzo dejó en claro que lo suyo venía de importante confrontación con el modelo noventista; y que aspiraba a construir una nueva fuerza política que le diera sustento a su gestión, que en no pocas cosas confrontaba a los factores de poder locales y extranjeros.
Allá fue mostrando las fortalezas de ese rumbo hasta las legislativas de 2005, donde arrasó al PJ en la estratégica provincia de Buenos Aires. Sin embargo, a partir de ese momento, en lugar de darle certificado de defunción a dicho partido, comenzó a traer hacia las filas del oficialismo a la mayoría de su dirigencia; dando un salto, así, en calidad en esta estrategia al asumir -ya con Cristina en la Presidencia-, la conducción justicialista. Las consecuencias de revitalizar -debido a ostensible debilidad ideológica y de convicciones- esa formación política, están a la vista. No hace falta explayarse: hasta aquí llegó el proyecto K, agotándose con pena y sin gloria.
¿Cuál debe ser a partir de ahora el nuevo rumbo de las fuerzas nacionales y populares?
También a nosotros la realidad doméstica y mundial nos dará una nueva oportunidad en los próximos años, de volver al Gobierno para terminar de construir una Argentina mejor. El requisito indispensable para ello es derrotar los planes de los poderosos de reconstruir el sistema político sobre la base de que retomen su hegemonía los partidos tradicionales; travestidos ahora en un pan-justicialismo y un pan-radicalismo.
La lucha contra ese plan, que apunta a mantener el país una vez más dentro de la caja de un capitalismo dependiente y atrasado -involucionando, incluso, en logros de estos últimos seis años- es esencialmente política y se librará en este terreno. Para triunfar hay que darla reagrupando las fuerzas populares. No sólo las expresiones progresistas de izquierda y centroizquierda, sino también las del peronismo y del radicalismo que no hayan arriado sus históricas banderas.
La unidad es el desafío, porque allí reside nuestro vigor, y porque una vez más los enemigos del país buscarán dividirnos para reinar. Ese es uno de sus objetivos principales. No hay que subestimarlos, hay que ser inteligentes, han logrado dejar en la nada nuestras opciones en las últimas tres décadas.
Por ello ahora, aprendiendo de la propia experiencia, además de unirnos, hay que forjar una conducción firme y consecuente de nuestro proyecto.
Tengámonos confianza; que no son tan fuertes.
20 de julio del 2009